lunes, 16 de septiembre de 2013

Lunas verdes.



Y entonces, miré por vez primera esas dos lunas verdes. Esas dos lunas verdes que estaban ligeramente sujetadas por las sequías de su juventud ya prácticamente extinta. El resto de los mortales lo llamaban ojos, pero yo no podía permitir ese nombre tan vulgar ante tanta belleza compuesta por unos cristalinos que les daba la visión que hacía que todo lo que se posaba ante esas lunas verdes, destilase significado y sentido a todo de su alrededor, unos iris que tanto les caracterizaba y que tanto me enloquecían, unas pupilas que si la mirabas fijamente parecía que ibas a caer en el fondo del abismo, pero claro, ahí estaba el color esperanza de su iris, que te rescataba, y luego volvías a mirar a las pupilas y vuelta otra otra vez, hasta llegar al punto culminante de la esquizofrenia.
Desde luego, no eran unos ojos verdes cualquiera. Ahí me hundía yo cuando la vida me llegaba por la nariz, al ser un prado verde, rodaba colina abajo y me perdía sin que me atormentase.
Por eso mismo, lo más hermoso que he visto siempre serán esas dos lunas verdes, que manifestaron en mi una vorágine de eterna inmensidad. Si estas dos lunas verdes parpadean demasiado, yo me desequilibrio. Pero si alguna vez esas dos lunas verdes parpadean para no volver a abrirse, entonces se apagaría mi vida, y nada tendría sentido.

sábado, 7 de septiembre de 2013

La bestia.

Se trataba de una bestia. Una bestia en el sentido más explícito de la palabra. Temible, voraz. Las personas que la habían visto o habían caído en sus garras, admiraban su naturaleza salvaje y como no dejaba escapar bajo ningún concepto a ninguna de sus víctimas.
Todo el mundo ha oído hablar de esa bestia. Todo el mundo, incluido el individuo que me lea o escuche. Y al igual que todos los mortales, nos hablaron de esa bestia desde pequeños, para que cuando la viéramos, no tuviéramos tanto miedo (Aunque ciertamente era inevitable sentir aquél sentimiento al verla por primera vez)
Contaban historias asombrosas sobre ella. Aparecía en los momentos más inesperados. Ya sea en el umbral del crepúsculo o en plena noche oscura, en una tormenta primaveral o en un no tan blanco invierno. Siempre se caracterizo por ser sumamente sigilosa, aunque tras ella se encubría una estela de dolor y felicidad preparada para embestirla sobre sus víctimas.
Pensaba que esas lenguas tanto adultas como pueriles que hablaban sobre ella resultaban fruto de intentar exagerar.
Pero cuanto me equivoqué.
Cuando cumplí los doce años, empezó a acecharme. Estudiaba cada uno de mis movimientos sin que yo me percatara de ello. Me vigiló durante un largo tiempo, estaba esperando el peor momento para mí, y el mejor momento para ella para atacar.
Hasta que con quince años, la ví. La miré a los ojos y sentí un quemante, pero excitante deleite. Segundos después, me mordió, inyectándome su tan popular veneno.
Y me dolíó. Vamos que si me dolió. Sentí su veneno quemándose en mi interior, mientras que este buscaba mi corazón de forma convulsiva. Hubo ocasiones en las que me embestió con su fuerza, me apretó el pecho y me hundió en lo más profundo del abismo y segundos después, me elevó en lo más alto, me sentí ágil y libre. Así constantemente.
 Había muchos mortales que decían que aquella bestia les había mordido en el cuello, otros, aunque minoría, dijeron que apenas notaron su mordisco.
Pero mi caso fue brutal. Primero la miré, y  me mordió directamente en el pecho.
Pronto empecé a sentir sus efectos a largo plazo: Insomnio, dolor de pecho y cabeza, sensación de hormigueo en el estómago ocasionalmente así como la sensación de sonréir o llorar casi sin motivo. Pero el efecto más grave, sin duda,  es empezar a crearse un afecto incondicional y desproporcionado sobre una persona. Lo que la bestia se le antojara para ti.
El veneno paso por mis constantes vitales. Lo supe en el momento en que mi corazón se aceleraba y luego latía paulatinamente a su antojo, y el tema se puso demasiado serio cuando la persona que me había asignado la bestia a través del veneno, con tal sólo saludarme era motivo para que dicho día mereciese la pena. Y eso no podía ser sino enfermedad.
Durante años, intenté combatir el veneno, no había más antídotos que la rutina, el orgullo o quizá el odio. Pero a veces, ni las tres juntas eran suficiente. Y aunque la palabra correspondencia calmaba el dolor del veneno, no paraba nunca de hacer daño. Y yo estoy buscando esa correspondencia ya que probé con los tres antídotos y ninguno sin éxito.
He llorado y he reído. He escalado montañas y he perseguidos monstruos con tal de pulir mis defectos y estar a la altura de alguien que me rechaza. La sensación de que lo das todo, pero no es suficiente. El efecto más preocupante del veneno: Las alucinaciones y angustias.

Solo quiero que quede recordado en este relato como morí y vivi a través del veneno de aquella bestia hasta mis días en los que me encuentro en una anciana adolescencia.
Y si algún joven todavía no la ha conocido, que no tenga prisa, por que tarde o temprano, estará allí para morderte.
Y si el o la joven me esta leyendo y todavía no sabe a que bestia me refiero, diré que te hace enloquecer, que te hace daño, que amenaza con matarte, pero al mismo tiempo te da vida y no podrías vivir sin esa bestia.
Y lo más importante: Aquella bestia se llama Amor.